miércoles, 11 de enero de 2012

Primer premio del Cuento de navidad

A continuación, recogemos el Cuento de navidad que ha obtenido el primer premio del concurso, su autora es Carmen Gil de 3ºD, ¡¡¡esperamos que os guste!!!
Navidades color sepia

Hola, me llamo Gonzalo. Soy un chico de 13 años, probablemente igual que tú. Tengo un hermano
llamado Daniel de 5 años, es la persona más pesada del mundo. Me suele sacar de quicio todo el
tiempo, a pesar de que soy una persona pacífica. Al final nos acabamos pegando y revolcándonos
por el suelo, pero claro, mi madre y mi padre siempre le dan la razón a mi hermano y soy yo el que
termina teniendo toda la culpa de la pelea con él.
El frío empezaba a entrar por mi casa. Se acercaba el día de Navidad y mi hermano Daniel estaba
más pesado que nunca, pidiendo todos los juguetes que anunciaban en la televisión. Cada vez que
salía uno, decía “mamá, quiero eso, quiero eso, quiero eso”. No paraba de repetirlo hasta que ella le
decía que sí, que se lo iban a traer los Reyes. En esos momentos, siempre pensaba “¡ojalá te traigan
carbón!”.
A pesar de las largas tardes que Daniel me hacía pasar, me olvidaba de lo sucedido y me iba a mi
habitación para leer un cuaderno que escribí hace unos años. Eran las historias que me contaba mi
abuelo sobre su vida. Me gustaba escucharle atentamente y sonreír cuando mi abuelo empezaba
todos sus relatos con un “cuando yo era joven ...”. Era capaz de contarme tan bien sus historias, que
creía que lo estaba viviendo yo mismo. Pensaba que como la memoria de mi abuelo no iba a durar
siempre, ni tampoco iba a estar el resto de su vida contándome sus historias, tuve la idea de
escribirlas en un cuaderno y cuando el tiempo y los años hicieran por naturaleza que me faltase él ,
podría leerlas con sus mismas palabras y vivir sus aventuras como la primera vez que me las contó.
No me arrepiento de esto, ya que hace unos años desgraciadamente enfermó y murió. Que mejor
recuerdo que tener sus propias historias en un cuaderno.
Me tumbé en mi cama y cogí el cuaderno que estaba guardado en el cajón de mi mesita de noche.
Abrí el cuaderno por donde lo dejé por última vez y empecé a leer línea por línea. La habitación
estaba en el segundo piso y se podía leer tranquilamente sin el ruidoso de mi hermano. Aquella
habitación perteneció a mi abuelo hasta que murió y me instalé aquí para estar lejos del resto de la
familia y poder relajarme. Aún olía a la colonia de mi abuelo y todavía seguía decorada con sus
fotos antiguas.
Me olvidé de mi alrededor y empecé a introducirme en la historia que estaba leyendo. Esta no me
sonaba mucho, porque probablemente se me habría olvidado después de tantos años. Cada palabra
me resultaba interesante. A mi mente me venían imágenes de cuando yo era pequeño, sentado en la
falda de mi abuelo y escuchando su voz grave y desgastada contándome historias con todo detalle.
Al parecer, por lo que estaba leyendo en el cuaderno, mi abuelo y sus padres acogieron en su casa a
un muchacho (de por aquel entonces) de su misma edad. Nadie sabía de donde venía, ni el propio
muchacho sabía como había llegado allí. No recordaba su nombre, pero en dos o tres días le
trataron como si fuera su hijo, uno más de la familia. No fueron muchos los momentos que pasó mi
abuelo con ese chico, porque a la semana desapareció misteriosamente. Sus padres se dejaron la piel
por encontrarlo. El pueblo no hacía más que buscarlo por todos lados y preguntarse “¿qué fue de ese
chico?”. Desde el día que desapareció nadie más lo volvió a ver.
Me entró curiosidad por leer más sobre esa historia pero solo ponía dos lineas más en la libreta que
decían:
“Solo tengo un par de recuerdos de ese muchacho, uno de ellos es una fotografía en color sepia pero
debe de estar perdida por alguna parte de esta casa”.
Me quedé en silencio, paré de leer y pensé en lo que había leído. Fue entonces cuando mi hermano
entró salvajemente en mi habitación. Me dio un gran susto por su repentina aparición. Entonces bajé
de las nubes, del mundo que me había introducido al leer la historia. Los gritos de mi hermano me
hicieron reaccionar.
Daniel- ¡Vamos Gonzalo, mamá te está esperando para comer, la comida está lista!
Gonzalo- ¡¿Quieres dejar de hablar fuerte?!
Daniel- Venga baja ya.
Solo por la simple razón de que entrase en mi habitación ruidosamente y me interrumpiera al leer el
cuaderno ya estaba de mal humor para toda la tarde.
Dejé el cuaderno encima de la mesita de noche y me levanté de la cama. Bajé los escalones de dos
en dos, cada vez que me acercaba más a la cocina, se podía apreciar el olor de la comida, solo con
eso ya entraba apetito.
Al terminar, ayudé a mi hermano a acabar su carta para los Reyes Magos. Me parecía increíble que
yo también con su edad fuera así de iluso y me emocionara con solo escribir la carta.
El sol se estaba escondiendo, mi padre cerró la puerta de la casa y mi madre, mientras tanto, ponía
un par de mantas más a las camas.
Ya era de noche, terminamos de comer y estuve unos minutos en el salón viendo la televisión. Al no
haber nada interesante para mí, decidí acostarme temprano a pesar de que ya eran las vacaciones de
Navidad.
Subí a mi habitación y allí me estaba esperando el cuaderno con las historias de mi abuelo. Opté por
ponerme el pijama y meterme en la cama. Las sábanas estaba frías y la almohada también. Los ojos
se me cerraban poco a poco sin yo poder hacer nada, estaba demasiado cansado como para ponerme
a leer más historias. Fueron segundos los que tardé en caer en un sueño profundo a la espera de que
amaneciera tarde para no salir de entre las cálidas mantas.
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Algo cayó en mi cara y me salpicó. Me desperté bruscamente y noté como tenía las manos y los
pies helados.
Otra vez me salpicó algo en la cara. Al incorporarme me llevé las manos frías a la cara, estaba
mojada, era agua. Otra gota de agua cayó en mi cabeza. No sabía realmente que estaba pasando en
mi habitación, si eran goteras o mi hermano con otra de sus bromas pesadas. Pero no, aquella no era
mi habitación, ni tampoco estaba tumbado en mi cama. Estaba en el suelo, tirado y muerto de frío
en la calle. Miré a mi alrededor, no era posible que me encontrase en pijama fuera de mi casa. La
calle no me sonaba mucho, ¿cómo había llegado hasta ahí?. Miré al cielo con los ojos entrecerrados,
estaba amaneciendo pero las nubes negras se apresuraban por tapar el sol. Aún seguían cayendo
gotas del cielo, y cada vez eran más y más fuertes.
Rápidamente me levanté del suelo mojado y contemplé mi alrededor. Las luces de las farolas
empezaron a apagarse y ya no se reflejaban en los charcos de agua. Me tenía que apresurar si no
quería mojarme entero y coger un resfriado por Navidad.
Empecé a andar con los pies descalzos y tiritaba como nunca antes había tiritado. Ninguna casa de
ese barrio me sonaba. Doblé la esquina y miré el nombre de la calle, Calle Noreste. Esa era mi calle,
o eso creía. Había cambiado por completo todo, a lo lejos vi mi casa, más extraña que nunca. Salí
corriendo hacia ella y allí observé las inmensas marcas de humedad, grietas en la pared y las plantas
casi secas.
Me acerqué a la puerta para llamar, la puerta estaba resquebrajada. En esos momentos no entendía
nada, pero me estaba preparando un discurso para que alguien me diera una explicación de lo que
había pasado. No me lo pensé dos veces, llamé.
Estuve varios minutos esperando a que alguno de mis padres abriese la puerta pero parecía que no
había nadie allí. Me di media vuelta y vi que estaba lloviendo muy fuerte. No tenía a donde ir.
Cuando parecía que nadie me iba a abrir la puerta, alguien la forcejeó. Tras la puerta, un hombre al
que no conocía, envuelto en un grueso abrigo de lana y con cara confuso me preguntó, “¿quién eres
chico?”.
No sabía que responder, ya que era esa mi casa solo que más desgastada y ese no era mi padre. Con
apenas un hilo de voz le respondí, “¿dónde están mis padres?”. Aún seguía tiritando de frío.
El hombre me miró de arriba abajo, abrió a puerta del todo y me hizo un gesto para que pasara. Le
miré a los ojos, no parecía una mala persona. Como no tenía otro lugar a donde ir, entré en la casa.
El hombre me miró y me dijo suspirando, “pero bueno chico, ¿qué te ha pasado? Estás
completamente mojado”. Parecía un hombre serio y estricto, pero fácil de enternecer. Solo pude
decirle tres míseras palabras, mi mente estaba confusa y bloqueada, “no lo se”. Al fondo del pasillo
se asomó una mujer que preguntó preocupada quién era yo. El hombre le dijo que me había
encontrado en la calle y que me iba a quedar un tiempo aquí hasta que encontrase a mis padres.
El hombre me dio ropa seca y de abrigo. Mientras, me preparaba su mujer sopa caliente. Todo era
tan antiguo, la cocina, los muebles, la ropa... Ni siquiera había televisión. Se parecía bastante a mi
casa, pero al ver a esas personas pensé que me habría confundido. La mujer se acercó con la sopa en
un plato y se sentó a mi lado. Me preguntó por mi nombre, qué hacía en la calle y quiénes eran mis
padres. Yo le respondí intranquilo, pero ella no sabía como ayudarme. También me dijo su nombre,
María, y el de su marido, Luís. Me presentó a su único hijo llamado Pedro. El tenía la misma edad
que yo, incluso se ofreció a ayudarme para instalarme en su habitación. La lluvia seguía golpeando
en las ventanas. La habitación de Pedro era muy distinta a la mía, no tenía apenas cosas. Parecía ser
una familia humilde, que a pesar de eso me acogió como otro hijo más.
No paraba de pensar en mis padres y por raro que parezca, en mi hermano. El día se pasó volando,
hablando con Pedro y sus padres, parecía que ya iba cogiendo confianza en ellos. Se hizo de noche ,
María nos acompañó a la habitación. Nos metimos en la cama, nada cálida, pero era mejor que
dormir en la calle.
A la mañana siguiente me desperté, seguía en esa casa, con la misma familia. Le pedí a María que
me dejase llamar a mis padres por el teléfono y su reacción fue tan extraña que parecía que estaba
en otro planeta. Me negó con la cabeza y me dijo que solo había teléfono en el ayuntamiento.
Entonces vi que era una familia realmente humilde, ni se me pasó por la cabeza preguntarle por si
tenían correo electrónico. Estuve la mañana entera hablando y jugando con Pedro, sus juguetes eran
de trapo y utilizábamos más la imaginación que los propios juguetes.
Ya era la hora de comer, allí estaba Luís con una radio antigua escuchando hablar a un hombre de
noticias de España y anuncios de marcas extrañas.
Nos sentamos a comer. Como estábamos comiendo en silencio, presté atención a la voz que salía de
la radio: “... Ya es Navidad, y dentro de pocos días tendremos otro año. Estaremos en 1948...” Mi
mente dejó de escuchar a mi alrededor, solté la cuchara y pensé “¿1948?”. Lentamente giré la
cabeza hacia mi izquierda y allí estaba el calendario, colgado en la pared. No podía ser, ponía 1947.
Pestañeé varias veces y más asustado que nunca, me levanté de la silla y sin decir palabra alguna,
dejé mi plato encima de la mesa y salí corriendo hacia el lugar más alejado de la casa, la habitación
de Pedro. Me tiré en la cama sin saber como reaccionar y empecé a llorar como un niño pequeño.
Tenía miedo, no sabía que estaba sucediendo. A la cabeza me venían imágenes con todo detalle
desde que me desperté en la calle. Entonces escuché unos pasos subir por las escaleras, me giré
mirando hacia la pared encogido en la cama y me sequé las lágrimas.
Era María, entró en la habitación y se sentó en el filo de mi cama. Me acarició el brazo y me dijo las
palabras de ánimo que una madre puede decir a su hijo. Le miré a los ojos, ella dejó de consolarme
y sonrió. Me dijo “tranquilo, esta es tu casa y nosotros tu familia a partir de ahora”.
Sus palabras me tranquilizaron, aunque también me hicieron pensar en que había sido de mi otra
familia, de mis verdaderos padres. María se levantó de la cama, me tapó con las sábanas y me dejó
en la habitación a solas con mis pensamientos.
Al día siguiente, se podía apreciar la felicidad en la cara de ella. Nos dio un abrazo a Pedro y a mi y
con una sonrisa nos dijo que hoy iríamos a que nos hicieran una foto en familia, para tener un
recuerdo por Navidad. Me pareció buena idea la de hacernos una fotografía todos juntos.
Encima de nuestras camas estaba la ropa más decente y arreglada que tenían en la casa para
nosotros dos. Nos vestimos y nos peinamos. Pedro estaba entusiasmado, decía que era la primera
vez que se iba a hacer una foto. Yo le respondí que con la edad que tenía, ya me había hecho
muchísimas fotos, él me miró sorprendido y me dijo “¿Tus otros padres eran ricos?”. Yo agaché la
cabeza sin saber que decir, ya que esta familia apenas tenía ni para comer, en ese momento me di
cuenta de lo afortunado que era antes. Le miré y como no tenía intención de desanimarle le dije
“Más o menos”. Terminamos de arreglarnos y la voz de su padre, Luís, nos avisaba que nos íbamos
a ir ya. Cogimos abrigos, paraguas y salimos a la calle.
Las calles estaban desiertas y la poca gente que había estaban montados en unos carros tirados por
animales. El suelo no estaba asfaltado y las farolas tenían una forma extraña. El cielo empezaba a
ponerse gris, apretamos el paso antes de que lloviera y el peinado de María se estropease. Llegamos
al estudio de fotografía. Yo entré el último, aún seguía impresionado por como eran las calles.
Una vez allí, nos quitamos los abrigos y un señor con bigote nos dio la mano. Luís parecía que le
conocía. Me quedé embobado mirando la cámara que tenía. Era muy grande y con unos focos a los
lados. El flash era casi tan grande como la cámara y no parecía ser muy nueva.
Pedro me cogió del brazo y me llevó donde estaban sus padres colocados, delante de un decorado
pintado en tonos ocre. María y Luís estaban dándose los últimos retoques y nosotros dos nos
pusimos delante de ellos, Pedro delante de su padre y yo delante de su madre. Aún seguía extrañado
por todo mi alrededor pero antes de que me diera cuenta, el fotógrafo dijo “Sonreíd” y un destello
de luz impresionante apareció del flash. No me lo esperaba, me había dejado ciego por unos
segundos.
El fotógrafo le dijo a Luís: “Por ser tú, esta fotografía tan familiar la tendréis mañana por la
mañana”. Luís dijo que estaría encantado de tenerla lo antes posible. Cogimos los abrigos y tras una
despedida salimos a la calle con rumbo a nuestra casa.
Los días pasaban cada vez más rápidos y ya apenas me impresionaba ver las cosas que había a mi
alrededor. Fueron un par de semanas las que pasé junto a... mi nueva familia. Ya me había
acostumbrado a vivir entre esas paredes frías. Desde que me levantaba hasta que me acostaba era la
misma rutina, hacía las mismas cosas prácticamente. Quizás fue eso lo que me hizo olvidar poco a
poco de mis padres y mi hermano Daniel, el muy pesado.
Faltaba solo un día para Navidad, el día en que toda la familia se reúne para entregarse los regalos.
Había familia, pero no regalos. Pensé que por lo menos podría fabricar algo con mis propias manos
para regalárselo a Pedro. La tarde antes del día de Navidad decidí hacerlo ya que el fue con María a
comprar algunos dulces. Cogí un par de trapos viejos, unas tijeras y cuerdas. Era la primera vez que
hacía un muñeco con esos materiales, pero algo era mejor que nada. Al terminarlo le puse una
cuerdecita con una nota que ponía: “Para Pedro, este es tu regalo de Navidad. Gonzalo”. Ya era casi
de noche, escuché la puerta de la calle abrirse, era María y Pedro que traían unos dulces y se podía
apreciar el olor desde mi habitación. Puse el muñeco debajo de mi cama con intención de
colocárselo encima de su mesita de noche cuando estuviera durmiendo para que la a mañana
siguiente se encontrase con un regalo.
Bajé las escaleras y nos comimos esos dulces, al terminar dimos las buenas noches Pedro y yo y
subimos a nuestra habitación para dormir. Nos metimos en las camas y esperé a que el se durmiera.
Pasaron unos minutos, por fin Pedro se había dormido. Me levanté poco a poco de la cama y saqué
el muñeco de debajo de mi cama. Coloqué con cuidado el muñeco de trapo encima de la mesita de
noche. Volví a mi cama y ya solo me quedaba esperar a que a la mañana siguiente me despertara el
dando saltos de alegría al ver mi regalo. Cerré los ojos y me dormí profundamente.
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Reconocí una voz dulce que me intentaba despertar. Abrí los ojos, era ella, mi madre. Me incorporé
rápidamente en la cama y dije: “¿Mamá?”. Ella me miró y me dijo que bajase ya a desayunar. Vi
como se alejaba de mi habitación y bajaba las escaleras.
Miré a mi alrededor, era mi habitación. El cuaderno con las historias de mi abuelo seguía en la
mesita de noche, señalado por la última página que leí. Todo estaba en su sitio, tal y como lo dejé al
irme a dormir. Reaccioné al levantarme de la cama, todo lo ocurrido fue un sueño. Nunca existió
Pedro, ni María, ni Luís, solo en mi imaginación. Suspiré, no se si de alivio o de pena al volver a
ver a mis padres y a mi hermano.
Bajé a desayunar y al terminar me fui a mi habitación a pensar en ese sueño tan extraño. Parecía tan
real... Daniel entró en mi habitación; como de costumbre; interrumpiendo mis pensamientos y
molestándome. Traía un balón y empezó a darle patadas sin pensar en los destrozo que podría hacer
con él. Empecé a gritarle fuertemente para que dejase de darle patadas, pero él no hacía caso. Hasta
que la pelota alcanzó la altura del armario y le dio a una caja que estaba encima de éste. La caja
cayó al suelo irremediablemente y salieron todas las cosas que había dentro de ella. Mi hermano me
miró con cara de arrepentimiento y yo le devolví la mirada furioso por lo que había hecho.
Inmediatamente le dije: “¡Fuera de mi habitación!”. Recogió su balón y bajó las escaleras.
Me acerqué a recoger la caja que había tirado. Probablemente seria de mi abuelo pero nunca hasta
ahora la había visto.
Me agaché y le di la vuelta a la caja para meter las cosas dentro. Al levantarla, encontré algo que me
impactó tanto que no supe reaccionar. Un muñeco de trapo que se escondía bajo unas fotografías
antiguas de mi abuelo. Aparté esas fotografías y cogí el muñeco. No podía ser, debía de estar
soñando otra vez, era el mismo muñeco que hice para Pedro. Del muñeco de tela colgaba una nota
desgastada que decía: “ Para Pedro, este es tu regalo de Navidad. Gonzalo”. Mi mente se quedó
paralizada, sin duda era ese muñeco el que hice con trapos en casa de la familia que me acogió en
mis sueños. Lo miré mil veces, hasta que me percaté de una de las fotografías que había en esa caja.
Mi mirada solo se centró en esa foto, la cogí del suelo y una lágrima cayó por mi mejilla. Ahí estaba
Luís, María con su sonrisa, Pedro y a su lado otro chico, era yo.
Mis manos temblorosas soltaron la fotografía y el muñeco, me sequé las lágrimas y volví a ver esa
fotografía en color sepia que nos hicimos por Navidad.
Entonces comprendí que no fue un sueño, que lo viví de verdad, que extrañamente fui al pasado y
que … Pedro, ese chico que conocí, era mi abuelo de niño.
 
Carmen Gil López, 3ºD

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