Finalmente reconoció su rostro en la última fotografía.
El proceso había durado meses. Primero, la estupefacción: aquella instantánea
mostraba de golpe unos párpados caídos que no identificaba, dos líneas amargas
en la frontera de la boca y un frunce en el ceño antes levemente insinuado.
¡Había rasgos de anciano en esa cara! Ese no era él.
Ante el espejo rechazaba la idea: “Soy el de siempre;
conservo el gesto alegre, la mirada irónica, no hay bolsas flanqueando mi recio
mentón”. Se sometía a un examen pormenorizado cuando vislumbró la foto -¡ay!- en
el espejo: percibió el cambio sorprendido y derrotado, la imagen ficticia en el
rostro real. “Ojo digital y sabio, clarividente, sagaz, yo te saludo; ave,
César, empezamos a morir”.
Hizo suyo ese retrato, lo asumió y, cámara en ristre,
se dispuso a observar con resignación el anuncio de las metamorfosis futuras.
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